miércoles, 28 de abril de 2010

Un día cualquiera

Te fuiste tranquilo y sonriente. Era un día normal, la rutina, el café, el periódico, el viaje en metro, las prisas. Me gustaban tus días normales, porque podía salirme momentáneamente del mundo, cerrar los ojos e intentar adivinar dónde estabas. Así seguía con mis rutinas, mis horarios, mi café y mis prisas.

Te retrasaste cinco minutos en llegar a casa. Oí tus llaves en la cerradura y te llamé desde la cocina. Cuando te ví supe que había pasado.

Te irías esa misma noche. La habías conocido en el sitio dónde solías estar, a la hora de siempre, en el momento preciso. Llegó sin avisar, arrasándolo todo. No me dio tiempo ni siquiera a preguntarte si habíamos sido felices, o sólo habíamos sido una débil aproximación a la felicidad que buscabas.

Te dejé ir sin pedirte explicaciones. Apenas sin hablar. Nada de lo que dijese podría hacer que te quedaras.

Me quedé con mis cosas, con las ganas de contarte todo almacenadas en el cuarto sin luz del fondo de casa. Por si algún día decidías volver.

Dibujé una equis imborrable en mi mano derecha, como solíamos hacer para recordar que teníamos algo que decirnos.

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