martes, 15 de septiembre de 2009

Letras

Julia había aprendido a escribir en abstracto. No era consecuencia de técnica alguna aprendida en ningún taller de escritura. Respondía, simplemente, a la necesidad de esconderse de la lectura asidua y profunda de Miguel.

Escribía para sacar fuera el haz de luz, a veces angustioso por doloroso, otras angustioso por demasiado feliz, que desde hacía un tiempo se instalaba en su interior desde el estómago hasta su garganta. Había inventado países, nombres, situaciones y lugares. Había mezclado lugares que pertenecían a un mundo real, con otros que pertenecían a su país inventado. Lo único del todo real eran las palabras que representaban el haz de luz. Eran tan reales que ella sabía que Miguel se sentiría identificado en cada una de las situaciones, tanto futuras, como pasadas, aunque nunca las hubiese vivido. Sabía que Miguel adivinaría en seguida que el provocaba el haz de luz y era él el protagonista de todos los cuentos. Se conocían tan bien que habían vivido juntos las situaciones inventadas.

Por eso escribía en abstracto. Para no mostrarse completamente indefensa, para no descubrir sus sentimientos.

Para no hacerle sentirse vulnerable por ser capaz de descifrar cada uno de sus actos.

Habían creado así una nueva forma de comunicación. Sin malos entendidos. Con zonas abiertas que cada uno podía adaptar a su forma de pensar. Sin pedir explicaciones ni sacar conclusiones precipitadas. Sin hablar.

Simplemente descubriéndose en las letras.

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