jueves, 23 de abril de 2009

Rutinas. ;)

Estaba sentada en la mesa de la izquierda, al lado de la ventana. Justo esa que a él tanto le gustaba, porque podía perder su mirada en calle mientras los clientes decidían qué pedir.

Había llegado una mañana calurosa de septiembre. Al verla entrar le dio un vuelco el corazón. Tenía una belleza sencilla y serena. Había que fijarse en ella para darse cuenta.

Desde aquél día, que él marcó como festivo en su calendario, ella llegaba todos los días a las siete y media, pedía un café, apenas sonreía, y veinte minutos más tarde se iba hasta el día siguiente sin decir adiós.

Se llamaba Susana, lo supo cuando días más tarde uno de sus compañeros intercambió unas palabras con ella al servirle el café. Trabajaba como auxiliar administrativo en las oficinas de Hacienda de la calle de al lado.

Tenía la mirada triste y acuosa. O al menos eso le parecía a él desde la barra. Cuando reunió el valor suficiente para ir a atenderla y dejar de fingir ignorancia (¡como si ella fuera capaz de darse cuenta de eso!) comprobó que era cierta la tristeza en sus ojos. Quizá unas arrugas cerca del párpado incrementaban esa apariencia. Sin embargo, y esto él ya lo había sabido desde hacía semanas, no era una mujer vulnerable. No más, al menos, de lo que puede serlo cualquier otra mujer. El tono de su voz, grave y educado, pero firme, contrastaba con la dulzura de sus gestos.

Esos apenas veinte minutos de su presencia eran motivo suficiente para una alegría que, conforme pasaban las horas, necesitaba ser alimentada con los minutos del día siguiente. En el momento en que supo eso, supo que sin conocerla estaba enamorado de ella. No le pedía nada, simplemente que ella no cambiara su rutina gris de cafetería de barrio. A cambio, se sentía capaz de cantarle sus miedos y esperanzas, sueños y tristezas, sus dolores...A cambio, estaría dispuesto a escucharla eternamente con unas ansias infinitas por saber de su vida.

Fue a principios de abril cuando tomó la decisión. La primavera llegaba, y con ella, los rayos de sol entraban por la ventana de su mesa haciéndola fruncir el ceño al leer, a pesar de que la luz era, a esas horas, muy débil. Le daban a su pelo un color caoba inesperado, haciéndola parecer varios años más joven. Aquella mañana, llevaba una falda no demasiado corta, el pelo recogido y zapatos bajos. Desde lejos, observó que ya no llevaba medias. Al acercarse a atenderla, vio cómo los rayos de sol incidían en sus piernas cruzadas, descubriendo el vello fino de sus muslos, que seguro resultarían ásperos e imperfectos al tacto. Se decidió.

Salió por la tarde algo antes de trabajar. Le compró una rosa.

Al día siguiente, ella no apareció. Nunca más la volvió a ver.

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